BIOGRAFIA DE GOMEZ CERDA
Biografía |
Nací en Madrid, en la casa de mi abuela
Dolores, un día muy caluroso de verano de la segunda mitad del siglo XX
(más bien hacia el principio de esa segunda mitad). Como no tenían una
cuna a mano, me metieron en un cesto de la ropa. Entre aquellos mimbres
dormí mi primera siesta.
En ese barrio he vivido muchos años –no solo mi infancia y mi adolescencia– y siempre lo consideraré mi barrio,
aunque me vaya a vivir a la Cochinchina. Hoy, apenas lo reconozco, pues
la especulación inmobiliaria ha arrasado todo. Como muchos, tengo la
sensación de haber nacido en un lugar que ya no existe.
Recuerdo muchas cosas de mi infancia, pero
una quizá sobresale del resto: el patio enorme de la casa de mi abuela
Dolores. ¡La de horas que habré pasado en él jugando con mis primos! Por
cierto, tengo primos para aburrir.
Recuerdo también los colegios del barrio
donde aprendí a leer y a escribir, pequeños, viejos e incómodos; por eso
me quedé con la boca abierta cuando, al comenzar el Bachillerato, mis
padres me llevaron al colegio Amorós, con los frailes. El colegio estaba
situado en dos edificios bajos y gemelos en medio de una finca inmensa.
Se llegaba por una calle que estaba entonces sin asfaltar y cuando
llovía volvíamos a casa con barro hasta en las orejas. Había campo de
fútbol, de balonmano, de baloncesto, una piscina que en invierno se
helaba, zonas arboladas, un huerto, un palacio del siglo XVIII que
perteneció a Godoy... Solo había una cosa en aquel colegio que no me
gustaba: los profesores. Sentía pánico de los profesores porque a las
primeras de cambio te pegaban una bofetada con todas sus ganas. Una, o
dos, o tres, o diez... Todos perdimos la cuenta. Nadie se libró de los
tortazos. Eso sí, a veces, algún profesor se ponía a jugar al fútbol con
nosotros durante la media hora del recreo, entonces nos aprovechábamos y
le dábamos patadas hasta en el carné de identidad. Mis cuatro años en
el colegio Amorós habrían sido fantásticos si los profesores se hubieran
dedicado solo a enseñar.
El instituto fue como una bocanada de aire
fresco. Me sentí tan a gusto allí, tan libre, que hice de todo menos lo
que se supone que debía hacer: estudiar. Lo pasé de maravilla, pero no
hablaré aquí de mi expediente académico. En
aquella época descubrí el teatro. Me fascinó. Escribía desde los once
años, pero a partir de ese momento –y durante mucho tiempo– solo escribí
teatro.
Había dejado los estudios al terminar el
Bachillerato y había empezado a trabajar en lugares muy aburridos que no
me interesaban nada (una compañía de seguros y la Administración). Pero
como la literatura era ya mi pasión, a los veintiún años decidí
matricularme en la facultad de Filología Española. Fueron cinco años en
los que apenas pude escribir, ya que trabajaba por las mañanas y asistía
a clases en el turno de tarde. Además, poco después nació mi hijo,
Jorge.
Solo sacaba tiempo para escribir alguna
poesía corta en el G, que era el autobús que iba desde Moncloa hasta la
facultad de Filología.
Cuando acabé la carrera ya había decidido
que no quería dedicarme a la enseñanza –¡qué cosa tan difícil la
enseñanza!–, por eso empecé a escribir sin parar.
A los veintiocho años conocí a un productor
de cine y colaboré como guionista en su empresa. Era para mí un mundo
desconocido y fascinante. Durante dos años hice algunos guiones y adapté
novelas, pero no fue una experiencia gratificante, sobre todo porque
las películas que se hacían allí no me gustaban nada. Fue una pena,
porque el cine me encanta.
Y por aquel entonces sucedió. Acababa de
cumplir treinta años y mi hijo Jorge, seis. El caso es que escribí dos
libros para niños, uno se llamaba El árbol solitario y el otro Las palabras mágicas.
Me sentía muy inseguro escribiendo relatos infantiles, pero decidí
probar suerte con un premio literario que vi anunciado en alguna parte,
se llamaba –y se llama– “El Barco de Vapor”. EnviéLas palabras mágicas y no se me dio mal, pues gané el segundo premio y, sobre todo, me publicaron el libro.
Y ahí empezó realmente todo. Descubrí de
pronto un mundo lleno de creatividad desbordante, de imaginación, de
comunicación mágica y, en definitiva, de literatura.
Alejo Carpentier decía que los escritores no
eligen los libros que escriben, sino al revés: los libros eligen al
escritor. A mí me ha pasado eso con la literatura infantil y juvenil.
Desde entonces no he parado ni un solo día
de escribir. No puedo parar, pues siento una fuerza misteriosa que me
empuja. Primero escribo los libros en mi cabeza y luego en un papel,
aunque a veces lo hago al mismo tiempo. Siempre digo que me inspiro en
dos miradas: una interior, que busca dentro de mí mismo; y otra hacia
fuera, que busca a los demás.
Mis libros se han publicado en varios países
de Europa (Francia, Italia, Portugal, Alemania, Dinamarca, Suecia,
Noruega, Islandia), América (Canadá, EE.UU. México, Colombia, Perú,
Argentina, Brasil) y Asia (Corea, Líbano, China, Japón).
Por mi trabajo he recibido más de
veinticinco premios, que siempre me han animado a continuar: premio
"Altea", accésit premio “Lazarillo”, premio "El Barco de Vapor", "Il
Paese dei Bambini", en Italia, premio ASSITEJ-ESPAÑA (Teatro), premio
“Gran Angular”, premio "White Raven" (en dos ocasiones), en Alemania,
premio Ala Delta, premio Cervantes Chico... En 2009 me concedieron el
Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, que todo el mundo dice
que es un premio muy importante. Pero el mejor premio de todos son los
lectores, niños y jóvenes con los que no me canso de hablar, con los que
me divierto, con los que me enriquezco siempre. Niños y jóvenes que me
escriben preciosas cartas, que me llaman a veces por teléfono, que me
mandan correos electrónicos... Ellos siempre me piden que no deje jamás
de escribir, pero me temo que voy a defraudarlos. Sí, lo siento, he
decidido que solo voy a escribir hasta que cumpla ciento treinta y siete
años. Después, tengo pensado hacer otras cosas.
Alfredo Gómez Cerdá
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