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Nací en Madrid, en la casa de mi abuela 
Dolores, un día muy caluroso de verano de la segunda mitad del siglo XX 
(más bien hacia el principio de esa segunda mitad). Como no tenían una 
cuna a mano, me metieron en un cesto de la ropa. Entre aquellos mimbres 
dormí mi primera siesta. 
Pero creo que hasta que no cumplí los
 quince años y comencé a ir a un instituto situado muy cerca de la plaza
 de España, no comprendí que realmente vivía en Madrid. Había nacido en 
un barrio de la periferia, Carabanchel Bajo, y apenas había salido de 
él. Creo que toda la gente que vivía entonces allí tenía la idea de que 
una cosa era el barrio y otra, distinta, Madrid. 
En ese barrio he vivido muchos años –no solo mi infancia y mi adolescencia– y siempre lo consideraré mi barrio,
 aunque me vaya a vivir a la Cochinchina. Hoy, apenas lo reconozco, pues
 la especulación inmobiliaria ha arrasado todo. Como muchos, tengo la 
sensación de haber nacido en un lugar que ya no existe. 
Recuerdo muchas cosas de mi infancia, pero 
una quizá sobresale del resto: el patio enorme de la casa de mi abuela 
Dolores. ¡La de horas que habré pasado en él jugando con mis primos! Por
 cierto, tengo primos para aburrir. 
Recuerdo también los colegios del barrio 
donde aprendí a leer y a escribir, pequeños, viejos e incómodos; por eso
 me quedé con la boca abierta cuando, al comenzar el Bachillerato, mis 
padres me llevaron al colegio Amorós, con los frailes. El colegio estaba
 situado en dos edificios bajos y gemelos en medio de una finca inmensa.
 Se llegaba por una calle que estaba entonces sin asfaltar y cuando 
llovía volvíamos a casa con barro hasta en las orejas. Había campo de 
fútbol, de balonmano, de baloncesto, una piscina que en invierno se 
helaba, zonas arboladas, un huerto, un palacio del siglo XVIII que 
perteneció a Godoy... Solo había una cosa en aquel colegio que no me 
gustaba: los profesores. Sentía pánico de los profesores porque a las 
primeras de cambio te pegaban una bofetada con todas sus ganas. Una, o 
dos, o tres, o diez... Todos perdimos la cuenta. Nadie se libró de los 
tortazos. Eso sí, a veces, algún profesor se ponía a jugar al fútbol con
 nosotros durante la media hora del recreo, entonces nos aprovechábamos y
 le dábamos patadas hasta en el carné de identidad. Mis cuatro años en 
el colegio Amorós habrían sido fantásticos si los profesores se hubieran
 dedicado solo a enseñar. 
El instituto fue como una bocanada de aire 
fresco. Me sentí tan a gusto allí, tan libre, que hice de todo menos lo 
que se supone que debía hacer: estudiar. Lo pasé de maravilla, pero no 
hablaré aquí de mi expediente académico. En
 aquella época descubrí el teatro. Me fascinó. Escribía desde los once 
años, pero a partir de ese momento –y durante mucho tiempo– solo escribí
 teatro. 
Mi primera experiencia literaria seria la
 viví a los veinte años y fue precisamente a través de una obra de 
teatro. Yo era el autor, el director y el actor principal. Muchos 
pensarán que era, además, un auténtico acaparador. 
Había dejado los estudios al terminar el 
Bachillerato y había empezado a trabajar en lugares muy aburridos que no
 me interesaban nada (una compañía de seguros y la Administración). Pero
 como la literatura era ya mi pasión, a los veintiún años decidí 
matricularme en la facultad de Filología Española. Fueron cinco años en 
los que apenas pude escribir, ya que trabajaba por las mañanas y asistía
 a clases en el turno de tarde. Además, poco después nació mi hijo, 
Jorge. 
Solo sacaba tiempo para escribir alguna 
poesía corta en el G, que era el autobús que iba desde Moncloa hasta la 
facultad de Filología. 
Cuando acabé la carrera ya había decidido 
que no quería dedicarme a la enseñanza –¡qué cosa tan difícil la 
enseñanza!–, por eso empecé a escribir sin parar. 
A los veintiocho años conocí a un productor 
de cine y colaboré como guionista en su empresa. Era para mí un mundo 
desconocido y fascinante. Durante dos años hice algunos guiones y adapté
 novelas, pero no fue una experiencia gratificante, sobre todo porque 
las películas que se hacían allí no me gustaban nada. Fue una pena, 
porque el cine me encanta. 
Y por aquel entonces sucedió. Acababa de 
cumplir treinta años y mi hijo Jorge, seis. El caso es que escribí dos 
libros para niños, uno se llamaba El árbol solitario y el otro Las palabras mágicas.
 Me sentía muy inseguro escribiendo relatos infantiles, pero decidí 
probar suerte con un premio literario que vi anunciado en alguna parte, 
se llamaba –y se llama– “El Barco de Vapor”. EnviéLas palabras mágicas y no se me dio mal, pues gané el segundo premio y, sobre todo, me publicaron el libro. 
Y ahí empezó realmente todo. Descubrí de 
pronto un mundo lleno de creatividad desbordante, de imaginación, de 
comunicación mágica y, en definitiva, de literatura. 
Alejo Carpentier decía que los escritores no
 eligen los libros que escriben, sino al revés: los libros eligen al 
escritor. A mí me ha pasado eso con la literatura infantil y juvenil. 
Desde entonces no he parado ni un solo día 
de escribir. No puedo parar, pues siento una fuerza misteriosa que me 
empuja. Primero escribo los libros en mi cabeza y luego en un papel, 
aunque a veces lo hago al mismo tiempo. Siempre digo que me inspiro en 
dos miradas: una interior, que busca dentro de mí mismo; y otra hacia 
fuera, que busca a los demás. 
Ya he publicado más de ochenta libros
 –aunque muchos son cuentos cortos– y he viajado por muchas partes 
hablando de ellos con niños y jóvenes de todas las edades. Me gusta 
escribir para todas las edades –también he escrito para adultos–, me 
gusta tocar todos los géneros, me gusta saltar de un tema a otro... Por 
este motivo, algún crítico ha dicho que soy un escritor muy difícil de 
clasificar. A mí me encanta que mi línea sea precisamente la diversidad,
 pues siempre he odiado encasillarme. 
Mis libros se han publicado en varios países
 de Europa (Francia, Italia, Portugal, Alemania, Dinamarca, Suecia, 
Noruega, Islandia), América (Canadá, EE.UU. México, Colombia, Perú, 
Argentina, Brasil) y Asia (Corea, Líbano, China, Japón). 
Por mi trabajo he recibido más de 
veinticinco premios, que siempre me han animado a continuar: premio 
"Altea", accésit premio “Lazarillo”, premio "El Barco de Vapor", "Il 
Paese dei Bambini", en Italia, premio ASSITEJ-ESPAÑA (Teatro), premio 
“Gran Angular”, premio "White Raven" (en dos ocasiones), en Alemania, 
premio Ala Delta, premio Cervantes Chico... En 2009 me concedieron el 
Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, que todo el mundo dice
 que es un premio muy importante. Pero el mejor premio de todos son los 
lectores, niños y jóvenes con los que no me canso de hablar, con los que
 me divierto, con los que me enriquezco siempre. Niños y jóvenes que me 
escriben preciosas cartas, que me llaman a veces por teléfono, que me 
mandan correos electrónicos... Ellos siempre me piden que no deje jamás 
de escribir, pero me temo que voy a defraudarlos. Sí, lo siento, he 
decidido que solo voy a escribir hasta que cumpla ciento treinta y siete
 años. Después, tengo pensado hacer otras cosas. 
Alfredo Gómez Cerdá |